
En Santiago de Chile, la exposición del cuerpo en un espacio que no sea el de una piscina o la playa, todavía es materia de discusión entre los defensores de la moral -representados por el clero- y los que se autodenominan librepensadores: artistas, intelectuales o 'gente que ha recorrido mundo'. La propia condición de librepensador, que tiene sus raíces en la Revolución Francesa y que nuestros próceres asumieron al rebelarse contra España, es un anacronismo que en este país todavía sigue vigente, así como sigue estando de moda que los pintores se vistan de negro y se dejen crecer la barba. Los chilenos somos modernos en lo que concierne a la arquitectura de nuestros edificios, a la globalización de la economía y a la rapidez con que se resuelve un trámite como el de renovar la cédula de identidad. Pero cualquier asunto con una vaga connotación sexual despierta en nosotros o bien el espíritu del campanario o una euforia libertaria cómo la que provocó en los alemanes la caída del muro de Berlín.
Aquí, la aparición de los 'nudistas', según la descripción de los fieles que salían de la Catedral Metropolitana cuando pasaban los modelos, tiene mucho de morbo (¿no es anticuado también, el término morbo?). De ahí que la campaña del masticable haya tenido una ensordecedora resonancia en los medios de comunicación, redes de internet y en las conversaciones de café. Me contaba Sebastián Rodríguez, ejecutivo de la empresa Cadbury, productora del chicle, que la página www.zungaboys.cl registró 75.000 visitas en cinco días y que 2.500 personas se declararon fans (admiradores) de la campaña –algunos la llaman happening- en Facebook. "Imagínate a unos tipos paseando en zunga, con el frío que hace en la capital y con lo conservadores que somos los chilenos", dijo Sebastián.
Cuando estudiaba en escuela secundaria, los varones nos atábamos un espejito al zapato para ver las bragas de nuestras compañeras que usaban minifalda. Era una operación muy complicada la que había que realizar para ver un cuarteo. Pues bien, en enero del 2000, Daniela Tobar, una curvilínea actriz, ofreció a los chilenos la posibilidad de presenciar el non plus ultra de los cuarteos sin necesidad de espejitos: durante varios días ella estuvo viviendo en una casa de cristal instalada en pleno centro. Se duchaba casi desnuda a la vista de miles de espectadores. Resultado: un jurista se querelló contra el Ministerio de Educación por autorizar semejante espectáculo. Pero la apoteosis vino en junio del 2002, cuando el fotógrafo Spencer Tunick logró que 4.000 ciudadanos posaran desnudos, a los pies del cerro de Santa Lucía. Los librepensadores hablaron de una "catarsis colectiva" y de una "explosión lúdica que rompe con las ataduras de la Iglesia". El cura Joaquín Leyva, de "una escena repulsiva para cualquiera que, siendo creyente o no, tenga algún sentido de la estética". ¿Había que romper lanzas por un asunto tan trivial?
Volviendo al presente, me parece que el juicio más acertado sobre la campaña del chicle fue el de una vendedora callejera que al ser consultada, dijo: "mala cosa que esos chiquillos (los modelos) anden descalzos, con lo mugrientas que están las calles".
Extraído de El Mundo (Ramy Wurfgat)
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